abril 12, 2008
21 / El Alumno-Palomar
A veces es posible ver, gracias a la perspectiva que da la altura del estrado, la boca de un alumno a punto de abrirse para emitir algún comentario, acto seguido sellada por su dueño: el instante en que un gesto imposible se apropia de esa boca, quizás mezcla de inhibición (por cuestiones personales o por el apabullante contexto, lo mismo da), una suerte de temor ante la eventual desautorización del profesor y vaya a saber uno qué otra cosa. La reflexión siguiente surge del hecho de observar esta especie de juego levemente amargo que se repite clase a clase, semana tras semana, año tras año, en decenas de bocas. Ese alumno me recuerda al señor Palomar, el personaje de Italo Calvino (Las ciudades invisibles, Seis propuestas para el próximo milenio). En una época y en un país en que todos buscan proclamar opiniones o juicios, Palomar adquiere la costumbre de morderse la lengua tres veces antes de hacer cualquier afirmación. Calvino cuenta que si al tercer mordisco Palomar aún sigue convencido de lo que va a decir, lo dice; si no, se calla. La vida del personaje transcurre, claro, entre largos silencios apenas interrumpidos por un puñado de palabras que cada tanto profiere.
Escribe Calvino: “Buenas ocasiones para callar no faltan nunca, pero se da también el raro caso de que el señor Palomar lamente no haber dicho algo que hubiera podido decir en el momento oportuno. Se da cuenta de que los hechos han confirmado lo que él pensaba, y que si entonces hubiera expresado su pensamiento, habría tenido alguna influencia positiva, por mínima que fuese, sobre lo ocurrido”.
Así, su ánimo se encuentra dividido entre la satisfacción de haber acertado en su pensamiento y la culpa por su excesiva reserva. Ambos sentimientos son —continúa Calvino— tan potentes que “está tentado de expresarlos con palabras; pero después de haberse mordido la lengua tres veces, también él se convence de que no tiene ningún motivo ni de orgullo ni de remordimiento”.
Podemos juzgar el hecho de que el señor Palomar no emita palabra, claro. Y en ese caso tendremos que considerar las condiciones en las que ésto ocurre. El juicio en algún caso, es claro: en tiempos de silencio general, conformarse con el silencio de la mayoría es sin duda culpable (y acordarás conmigo que tenemos mucha experiencia sobre esto en Latinoamérica).
Au contraire, en los tiempos en que los que las palabras suelen inundarnos, para un personaje como Palomar lo importante “no es tanto decir la cosa justa sino decirla a partir de premisas cuyas consecuencias den a lo dicho el máximo valor”. El problema es que si el valor de lo que se dice reside sólo en la continuidad o coherencia del discurso en que se inserta, la única elección posible es: sólo hablar / sólo callar. Esto no nos resulta posible, pues somos prisioneros, en definitiva, de la jaula de oro del lenguaje, que bien nos mostraba Wittgenstein.
Aún así, Calvino intenta desarrollar hipótesis para su personaje: Escribe que para el primer caso Palomar revelaría que su pensamiento “no avanza en línea recta sino en zigzag, a través de oscilaciones, desmentidos, correcciones en medio de los cuales la justeza de su afirmación se perdería”. En relación a la segunda alternativa, implicaría “un arte del callar más difícil aún que el arte del decir”.
Un silencio puede servir para excluir ciertas palabras o para reservarlas a fin de que se puedan usar en una ocasión mejor. Una palabra dicha ahora puede ahorrarme decir cien mañana, pero también obligarme a decir otras mil. “Cada vez que me muerdo la lengua —concluye mentalmente el señor Palomar— debo pensar no sólo en lo que estoy por decir o no decir, sino en todo lo que si digo o no digo será dicho o no dicho por mí o por otros.”
Formulado este pensamiento, como el señor Palomar, W. se muerde la lengua y se queda en silencio. O no.
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