julio 06, 2010

106 / La Forma según Adorno

Tal como se la encuentra, la forma constituye una dimensión en la que no se atiende a las demás: en música a la de la sucesión temporal (como si la simultaneidad y la pluralidad de tonos aportasen menos a la forma), o en pintura, donde la forma se aplica a las proporciones entre espacio y superficies, a costa de la función creadora de formas de los colores.

Frente a todo esto la forma estética es la organización objetiva de cada uno de los elementos que se manifiestan en el interior de una obra de arte como algo sugerente y concorde. Es la síntesis no violenta de lo disperso, que conserva sin embargo como lo que es, con sus divergencias y sus contradicciones y es así realmente un despliegue de la verdad. Como unidad impuesta, precisamente en cuanto impuesta, es la suspensión de sí misma; le es esencial ser interrumpida por lo otro respecto de ella; es propio de su concordia el no ser concorde. En su relación con lo otro que ella misma, cuya extrañeza atenúa y sin embargo conserva, representa lo antibárbaro en arte; por la forma participa en la civilización, a la que la crítica mediante su misma existencia. Ley de la transfiguración de lo existente, representa, frente a ello, la libertad. Es la secularización del método teológico de la semejanza con Dios, pero no es creación, sino proceder humano objetivado que imita la creación; no procede de la nada, sino de lo creado. Se impone la metáfora de que la forma en las obras de arte es todo aquello en lo que la mano dejó la huella al pasar. Es el sello del trabajo social, radicalmente diferente de los procesos empíricos de conformación. Lo que aparece como forma ante los ojos de los artistas se puede dilucidar sobre todo en contrario, como repulsión contra todo lo que en la obra está sin filtrar, contra los complejos de colores que sencillamente están ahí, sin tener sin tener en sí vida ni articulación. Es la rebeldía contra la secuencia musical sin razón de ser, contra todo lo precrítico.

La forma y la crítica son convergentes. Forma es lo que hace que las obras de arte se presenten como críticas en sí mismas, lo que en las obras se rebela contra aquello que las acomete desde fuera es el auténtico soporte de la forma, y el arte queda negado cuando se hace la teodicea de la informe, por ejemplo, bajo los nombres de lo musicante o lo comediante. Por sus implicaciones críticas la forma es la que deshace las prácticas y las obras del pasado. La forma contradice la concepción de la obra de arte como algo inmediato. Como en las obras es ella la que las hace ser obras de arte, se identifica con su carácter mediato, con esa reflexión subjetiva sobre sí misma que la constituye. Es ella misma mediación como relación de las partes consigo mismas y con el todo y como conformación de los detalles. La alabada simplicidad de las obras de arte se manifiesta, bajo este aspecto, como lo contrario del arte. Lo que, no obstante, se manifiesta en ellas como intuitivo e ingenuo, su constitución como algo concorde consigo mismo, sin hiatos y ofrecido por tanto inmediatamente, se lo debe a su carácter mediato. Sólo por esto pueden tener carácter de signos y sus elementos hacerse tales. En la forma se resume cuanto hay en las obras de semejante al lenguaje y por su medio desembocan en la antítesis de la forma, en el impulso mimético. La forma pretende hacer que la particularidad, a través del todo, tenga su palabra. Esto constituye la melancolía de la forma en los artistas en que ella domina. Su papel es poner límites a lo formado; si no, perdería el concepto la diferencia específica con ello. Lo confirma el mismo trabajo artístico de la conformación que siempre elige, separa, renuncia: no hay forma sin rechazo. Lo dominante culpable (en la vida real) se prolonga en las obras de arte que querrían separarse de ello; la forma es su amoralidad. Las obras son injustas con lo formado precisamente porque lo siguen. La antítesis, cacareada hasta la saciedad por el vitalismo desde Nietzsche, entre forma y vida, ha percibido al menos algo de esto. El arte cae también en la culpabilidad de lo viviente no sólo porque conserva esa culpa por su distanciamiento de la vida, sino más aún porque hace cortes en lo viviente para transmutarlo en lenguaje y así lo mutila. El mito de Procrustes nos narra algo de la historia primordial del arte. Pero de esto no se sigue un juicio de condenación sobre el arte, como no se puede extender a la totalidad la culpa de una parte. Quien echa pestes del supuesto formalismo —diciendo que el arte es arte— está abogando por esa inhumanidad que él mismo reprocha en el formalismo: en nombre de cenáculos que, para conservar las riendas de sus dominios, ordenan adaptarse a ellos.

Siempre que se acusa al espíritu de inhumanidad, en la forma que sea, se está en contra de la humanidad. Sólo el espíritu tiene aprecio de los hombres porque en lugar de seguirles la corriente tal como han sido hechos, se sumerge en la realidad que les pertenece aunque les sea desconocida. La campaña contra el formalismo ignora que la forma, que penetra el contenido, es ella misma contenido sedimentado; este hecho y no la regresión a contenidos preartísticos, es lo que hace justicia a la preeminencia del objeto en el arte. Las características estéticas propias de la forma como particularidad, despliegue, solución de la contradicción e incluso la anticipación de la reconciliación por la homeostasis, se vuelven transparentes en el contenido mismo precisamente en el momento en que se han separado de los objetos empíricos. Su relación con el ámbito de lo empírico la adquiere el arte precisamente en su distanciamiento de él; en la distancia las contradicciones son inmediatas y se separan entre sí; sus mediaciones, que ya lo empírico contiene en cuanto tales, se convierten en para-sí de la conciencia sólo en ese acto del distanciamiento que realiza el arte. En esto es acto de conocimiento. Los rasgos del arte radical, por los que, como formalismo, se le ha condenado al ostracismo, proceden sin excepción de que el contenido alienta en ellos lleno de vida y no ha sido apoyado a priori desde el concepto usual de armonía. La expresión emancipada, en la que nacieron todas las formas del arte nuevo, protesta contra las expresiones románticas por su contenido protocolario, por sus formas contra corriente. Es esto lo que les ha aportado su sustanciabilidad; Kandinsky acuñó el término de «acto cerebral». Desde un punto de vista histórico-filosófico, la emancipación de la forma tiene su carácter de contenido en que rechaza cualquier atenuación del carácter extraño de las imágenes y sólo así es capaz de incorporar ese carácter, de tal modo que lo determina en su mismo carácter de extrañeza. Las obras herméticas llevan a cabo una crítica más radical de lo existente que las que, por causa de una clara crítica social, emplean la conciliación en la forma y reconocen así tácitamente el tejemaneje de la comunicación floreciente por doquier. En la dialéctica entre forma y contenido, la envoltura se pone del lado de la forma, en contra de la idea de Hegel, ya que el contenido, hacia cuya salvación se orienta, y no en último lugar, la estética hegeliana, se ha desviado entre tanto para convertirse en el vaciado de esa cosificación que le asimila al dato positivo, cosificación contra la que el arte se rebela siguiendo precisamente la doctrina de Hegel. Cuanto más profundamente se transforma el contenido experimentado hasta lo desconocido en categorías formales, tanto menos conmensurables resultan con el contenido de las obras de arte las materias menos sublimes. Todo lo que se manifiesta en la obra es virtualmente tanto contenido como forma, aunque la forma sigue siendo aquello por lo que se determina lo manifestado y el contenido lo que se determina a sí mismo. Mientras la estética estuvo lanzada a conseguir un enérgico concepto de forma buscó lo específicamente estético sólo en la forma, en contra de toda legitimidad, de la opinión preartística del arte, y trató de explicar sus modificaciones por las maneras de proceder del sujeto estético; era axiomática la concepción de la historia del arte como historia del espíritu. Pero todo cuanto se prometía de robustecimiento del sujeto por su emancipación sirvió para su debilitación al hendirlo en sí mismo. Hegel sigue teniendo razón al afirmar que los procesos estéticos tienen siempre su aspecto de contenido. Lo mismo en la historia de las artes figurativas que en la literatura se van haciendo visibles cada vez nuevos estratos del mundo exterior, y son descubiertos y asimilados mientras que otros mueren por haber perdido su capacidad artística y no excitar ya ni al último decorador de hoteles a eternizarlos por breve tiempo en sus lienzos. Recuérdense los trabajos del Instituto de Warburg que condujeron a algunos a través del análisis de motivos hasta el centro mismo del contenido artístico; en poesía el libro sobre el Barroco de Benjamin muestra una análoga tendencia, procedente quizás de la negativa a confundir intención subjetiva con contenido estético y finalmente del rechazo de la alianza entre estética y filosofía idealista. Los caracteres del contenido son sus apoyos contra la presión de la intención subjetiva.